66. SOMBRAS CHINESCAS, de Seta 2
Se repetía siempre en vacaciones cuando nuestra economía no nos permitía abandonar la ciudad. El reloj no regía nuestro tiempo y sin hora fija de acostarnos, cada noche después de cenar nos recreábamos con la visión de las formas largas y tenebrosas que surgían caprichosas de la nada y danzaban sinuosas en la oscuridad. Agarrados de la mano, mi hermano y yo, entre la curiosidad y el miedo jugábamos a adivinar las siluetas que aparecían ante nuestros ojos. Zorros, ardillas, pájaros en pleno vuelo o carpinteros se alternaban para construir un mundo paralelo. Gustábamos ambos del mérito de esa inquietud consabida y compartida que el misterio de lo irreal ofrecía a nuestros ojos, repartido a partes iguales entre nuestra imaginación y las expertas manos de mi padre que conseguían junto con una lámpara y una sábana adentrarnos en un bosque encantado hecho a nuestra medida, permutando calles y rascacielos, por castaños, abedules y senderos.
El bosque mágico de la niñez y el amor. Distinto y tierno.