33. Bosque de interior (Susana Revuelta)
Al encender la luz de la mesilla, cientos de estrellas se ponían a girar proyectándose en el techo del cuarto de Nina, que se dormía mirándolas mientras su madre le leía un cuento. Solía improvisar, y cada noche inventaba un personaje para que su pequeña fuese un hada, una ninfa o una princesa de ensueño.
La habitación misma recreaba la casita de un duende. Pero un verano las florecillas de la moqueta empezaron a marchitarse y los peluches de la cama —osos, cervatillos, conejos— fueron confinados al fondo del ropero. De los árboles del papel de la pared quedaron solo ramas peladas, parecían esqueletos. La lamparilla dejó de funcionar y el cielo azul celeste se fue cubriendo de nubarrones negros. Hasta el nido de guata y algodón que habían hecho juntas cayó del alféizar de la ventana, desparramándose por el suelo.
La noche de finales de agosto en que Nina regresó a las tantas, descendió de una moto y permaneció largo rato colgada del cuello del conductor, comiéndoselo a besos, las últimas perdices que aún quedaban por allí emprendieron raudas el vuelo.
Un hogar y, en concreto, un dormitorio, dice mucho de sus moradores. Cuando éstos se transforman con el paso del tiempo también cambia el entorno. La metamorfosis comienza en el interior de la persona, se traduce poco a poco en su apariencia externa y acaba por alcanzar a esa prolongación de uno mismo que es el hábitat más íntimo.
El paso de la niñez a la siguiente etapa siempre deja restos desechados, un pasado al que parece que nunca se podrá volver, con su inocencia y una sensación que, a posteriori, recordamos como lo más parecido a la felicidad.
Es cierto que cuando las perdices de los cuentos infantiles levantan el vuelo ya hay poco que hacer, pero algunos nos empeñamos en crear historias, quizá así mantenemos viva la ilusión de aquellas que nos contaron. Las habitaciones habrán cambiado y viviremos en una casa distinta, pero algo del niño interior y de ese gusto por la ficción permanece.
Un relato con una mirada atrás que invita a la reflexión.
Un abrazo y suerte, Susana
Alegoría de la metamorfosis humana pintada con delicadeza. ¿Por qué será que, al ver las últimas perdices levantando el vuelo, no pude evitar evocar el refrán de “Cría cuervos…”? ¿Será porque soy muy bruta o muy vieja? 😉
Todos tenemos que crecer y volar y a eso nadie puede poner puertas. A veces, las personas cometemos el error de pensar que la felicidad, que es efímera, se quedará a vivir para siempre entre nuestras paredes. Que el tiempo pasará de largo y sin mirarnos y otras cuantas fantasías más que inventamos para nuestra propia supervivencia.
La vida y su curso. El río que fluye. Las nubes que atraviesan sigilosas nuestro cielo. Si todo es cambiante ¿Cómo no va a serlo la naturaleza humana?
A lo mejor el problema es que no sabemos fluir con la vida.
Muy bonito escrito Susana. Felicidades.
Buen finde y si puede ser con perdices aunque sea en el sentido figurado, mejor que mejor.
Real como la vida misma. Bien contado.
Suerte y saludos