47. Destino caprichoso
Como cada viernes, me subo al dinosaurio que me lleva a casa.
Viajo en una reliquia que, al transitar sobre unos raíles obsoletos, impide la circulación de trenes de alta velocidad.
Son mis cincuenta minutos semanales seducidos por el suave ronroneo de las ruedas al golpear el hierro.
A mi lado se sienta un desconocido pasajero pero, un poco más allá, reconozco a una pareja de ancianos.
Ralentizo mi tiempo para disfrutar de la rutina del trayecto y pego mi nariz al cristal de la ventanilla del vagón.
Paso la primera curva, la granja de vacas, el río… y las acacias de flores amarillas que, tras muchos años de crecer salvajes, rozan los vagones con sus ramas.
Agradezco el poco interés de la empresa en la poda de estos árboles, mimetizados ya con el deterioro de los vagones, aunque también deseo una solución práctica que evite la desaparición de la línea.
En unos breves segundos, el destino caprichoso rompe la inercia y la magia se esfuma.
Un fuerte estruendo, frenazos, equipajes por el suelo y algunos, heridos leves, en “shock”.
Me asomo a la vía, el maquinista solloza arrodillado ante el cuerpo inerte de una joven tumbada sobre los raíles.
Un entorno decadente, en este caso un tren, tiene un encanto especial. Resulta comprensible lo que siente tu protagonista, quien, por un lado, disfruta de esa magia otoñal mientras que, por otra, desearía que se renovase. La segunda opción habría sido la más adecuada, teniendo en cuenta que nada dura para siempre y que toda maquinaria e instalación, aún a riesgo de perder parte de su encanto, requiere un mantenimiento, con mayor razón cuando la seguridad va en juego.
Seguro que tu protagonista nunca olvidará ese viaje, quizá el último del viejo ferrocarril, cuyos traslados no son un simple trámite, sino un cúmulo de sensaciones.
Un saludo y suerte, M. Carmen
Hola Ángel:
La verdad es que el tren está cargado de magia y puede sugerir mil historias diferentes.
Agradezco tus comentarios.
Un brazo.