38. ARTE MAYOR
En aquella familia de mermados nunca hubo el menor asomo de talento, de modo que ni nadie lo echó de menos, ni ninguno de ellos supo reconocerlo cuando estuvo ante sus narices. Es cierto que casi todos se ganaron la vida en el teatro, y no con títulos menores o autores de medio pelo, así que, de padres a hijos se consolidaron como un linaje, pese a triunfar con altisonantes endecasílabos por ignorancia del público y contra el criterio de la crítica. En realidad contra todo criterio.
Quizás casualmente o por exposición al oficio, de pronto les salió un vástago avezado y con la rara virtud de la dicción, disciplina desdeñada por petulante, como el joven actor, que salió de aquella dinastía de comediantes para acabar rodando anuncios televisivos en los que, eso sí, desplegó todo su arte y también derrochó todo su talento.
—¡Cómprelo, voto a bríos!
Aceptó malvivir con pequeños papeles publicitarios a los que les daba su toque trágico, como añorando el sempiterno drama, pero en el fondo añoraba sus orígenes y esa manera estrafalaria de defender el teatro clásico a capa y espada.
Todo esto lo pensó durante su inacabable agonía.
Ay, la vocación, ese gusanillo que, cuando se tiene dentro, precisa alguna salida. Pero una cosa es lo que se desea y hasta se necesita, y otra muy diferente, demasiado a menudo, lo que se obtiene.
De algo hay que vivir. Comer y pagar facturas son tareas perentorias. Seguro que nunca hubo otro actor en los anuncios tan peculiar y talentoso, con sus singulares maneras más propias del Siglo de Oro para incitar a la compra, pero también necesitado de desarrollar su capacidad sobre unas tablas, al calor del público.
Un relato de «arte mayor», que muestra que en una vida tan corta como la nuestra nadie debería verse privado de aquello que ama en un sentido amplio, actividad o persona.
Un abrazo y suerte, JM
Es fantástico, amigo Ángel, el interés que le pones a todo lo que haces y el tiempo que nos dedicas.
Un abrazo fuerte
JM