18 In die illa tremenda (Javier Igarreta)
El día que murió Sandalio no tocaron a muerto, pero los escasos moradores de aquel poblacho perdido en la serranía remacharon entre dientes cada campanada, como queriendo añadir un plus de inexorabilidad al luctuoso acontecimiento. Aquella tarde, Remigia, el ama de llaves, bajó a la cuadra acuciada por un insistente crujido. A la luz de un ventanuco, contempló horrorizada el rítmico balanceo de un cuerpo. El último eslabón reconocido de los Enríquez de Melgos colgaba del techo ante la impasible mirada de los bueyes. Remigia ahogó un grito de espanto, pero fue incapaz de abrigar un ápice de compasión en sus entrañas preñadas de rencor.
La tarde del entierro presagiaba tormenta. Un exiguo cortejo, compuesto por dos criados, tres convidados de piedra y el cura, partió hacia el camposanto. Sobre un carromato tirado por mulas reposaba Sandalio, resguardado del creciente chaparrón en un ataúd de madera noble. Desde un lugar privilegiado, un muchacho que contemplaba la escena con ojos fulgurantes celebró el relámpago solidario que rasgó el cielo. El zigzagueante destello hizo encabritarse a los animales y la carreta quedó en equilibrio inestable. Insuficiente para el féretro que, tras deslizarse lentamente sobre las tablas, se precipitó en el Barranco del Diablo.
Hay días que parecen propicios al horror. El que describes tiene todos los ingredientes para contribuir a la ansiedad y al miedo: ruidos extraños, un suicida, el cielo encabritado… Y por encima de todo el odio y el resentimiento macerado durante años en una pequeña población, con un final acorde con esa jornada tenebrosa.
Una historia luctuosa con el escenario más apropiado.
Un abrazo y suerte, Javier
Pues sí, ese día se confabularon casi todos los horrores. Muchas gracias por pasarte a considerar el clima, con tu apreciado criterio. Un abrazo.