56. La tormenta
La lluvia caía con fuerza. Desde el interior del apartamento se escuchaba el suave murmullo del noticiero, la respiración acompasada de mi madre, anclada en la silla que estaba frente la televisión.
—Hay una tormenta en la ciudad. —me dijo en voz alta, tan lejos de la realidad.
Giré hacia ella, la miré por largos segundos y luego volví la mirada hacia el frente. Me apoyé en la barandilla de mi balcón y saludé con un gesto a mi vecina, quien también había salido para mirar la fuerza destructiva de la naturaleza.
Por un momento, quise ser como mi madre. Ver el paso de la vida delante de un televisor, en vez de estar en este balcón y ver cómo todo por lo cual luché se ahogaba en el agua, bailaba en el viento. Mi vida entera desaparecía bajo sus gotas y yo solo podía apretar con fuerza la barandilla, ahogar el grito en mis entrañas.
Es inevitable, a veces, sentir cierta envidia (aunque tal vez no sea esa l denominación correcta) por personas que viven con extrema sencillez, sin mayores problemas, sin tormentas a las que enfrentarse, guarecidos de inquietudes, viendo pasar la vida sin participar en ella ni sufrir sus avatares, a través de la pantalla de un televisor o de un balcón. Esa actitud codiciable quizá no lo sea tanto si pensamos que, como es el caso de tu personaje, se trata de una anciana al final de sus días, con una existencia casi cumplida y escasos incentivos de futuro. La vida es lucha e ilusiones, mientras sea así nuestro tiempo aún no habrá finalizado, todavía tendremos mucho que hacer y qué decir, aún no habremos alcanzado la recta final, más apacible, menos activa, pero también falta de intensidad, la antesala de una inactividad definitiva.
Un relato sobre dos personajes cercanos, pero cuyas circunstancias les hacen vivir en mundos diferentes. No sé cuánto me habré acercado con esta pequeña interpretación.
Un saludo y suerte, Aleksandra