32. Legado
Heredé de mi padre sus andares, sus silencios y sus nostalgias. También algo de dinero y su inseparable baraja. Siempre la llevaba encima y, si en la tasca los temas de conversación iban decayendo, la sacaba antes de que el dominó tomara posesión de la mesa. Era un as del tute, y en su vida apenas dejó de ganar una docena de veces. Coincidió con la pérdida de la abuela. En su cabeza dejaron de existir el arrastre, los reyes y caballos, cantar las veinte y las cuarenta. Además olvidó tres palos; todos menos el de copas. Solía decir que el tiempo era capaz de envolver el dolor con una pátina de falso alivio, lo que le ayudó a dejar el vino y a concentrarse de nuevo en sus partidas. Estas acabaron definitivamente años después, cuando me quedé huérfano de madre y él se refugió en sus recuerdos. Abandonó sus idas a la taberna y comenzó a envejecer demasiado rápido. Nunca perdió destreza con los naipes gracias a los solitarios. «No hay juego más triste», murmuraba. Realizó miles antes de morir, mientras la pena lo iba consumiendo. Ahora lo sé. Aunque, desde entonces, yo todavía no haya hecho ni cien.
Está claro que muchas cosas se heredan, si bien, no de una forma exacta y con el mismo efecto, porque cada persona es única y aporta variantes. Tu personaje reconoce el «legado» que ha recibido desde la primera frase, acorde con el título. Sin embargo, los mismos naipes, que para el progenitor pudieron ser un desahogo, un cierto alivio ante la tristeza de perder a su compañera, con él no parecen tener el mismo efecto. El solitario como juego puede ser muy entretenido siempre que no se eche de menos a una pareja, o a unos padres, por lo que resulta un símil de lo más apropiado, más allá de un juego de cartas.
Un relato sobre la herencia y la soledad no buscada, con una narrativa tan bien trabajada como efectiva.
Un abrazo y suerte, Pablo
Amigo Ángel, como siempre me regalas un certero comentario. Siempre repetiré lo placentero que es leerte, y es que, hasta que no leo tu comentario, no siento que el relato está terminado.
Podría hablar de la historia, pero ya lo has hecho tú a la perfección.
Por comentar algo más, decir que el relato me lo inspiraron aquellos hombres de campo que, cuando pasaba los veranos en el pueblo, en casa de mi abuela, me encontraba en las tabernas y en las peñas jugando a la brisca o al tute, con las manos agrietadas por el trabajo, la piel cobriza por tantas horas al sol, y las miradas atentas a las copas, oros, bastos y espadas. Me impresionaba lo rápido que jugaban y cómo llevaban los triunfos y las posibles bazas que tenían sus compañeros.
Tenía un tío abuelo que me enseñaba a jugar por las tardes y así aprendí los fundamentos del tute, enseñanza que me fue muy útil años después, cuando me reunía con los amigos de la facultad a estudiar por las noches, y en los descansos echábamos algunas partidas mientras nos espabilábamos con un café cargado.
El resto del argumento viene a raíz de lo que marca la pérdida de los familiares. De la melancolía de esos veranos que pasaba con mi abuela y que tanto disfrutaba… tiempos que ya no volverán. Ojalá tuviera un botón para rebobinar la vida y pudiera volver, de vez en cuando, a revivir aquella época.
Un abrazo bien grande, mi querido amigo. Gracias por pasarte por aquí.