43. Amores que matan
Sé que la genética no fue muy generosa conmigo, pero tú jamás me prestaste la menor atención. Todo empeoró aún más después del incendio. Me quedé calva y las vendas que cubrían mi cuerpo causaban pavor en el vecindario. “¡La momia!”, gritaban. “¡La momia!” Resignada, me encerré en casa. Mi único consuelo era poder disfrutar del jardín, pero tu recuerdo volvía una y otra vez. Necesitaba salir del agujero en el que estaba sumida. Decirte cuánto te amaba.
Me pinté a lo gótico, combinaba muy bien con mi tez blanquecina, me puse una peluca pelirroja con la raya a un lado y suaves ondas, en plan femme fatale, y me enfundé toda de negro en un jersey de cuello vuelto, pantalones hasta los tobillos y un foulard con crucifijos impresos en blanco. Ni rastro de las vendas. Decidida, me fui a la disco y cuando te vi atusándote en los baños, atravesé la pared, me detuve junto a ti y, sin dejar de mirar tu cara de espanto en el espejo, al ver un gusano saliendo de mi nariz, te susurré al oído: “Cariño. Te he deseado toda mi vida. Ven conmigo, amor mío”. Fue fulminante, te rompí el corazón.
El corazón es un órgano sensible a los asuntos del amor, siempre de manera figurada. También lo es a los sobresaltos, de forma literal.
Un relato de humor negro bien llevado.
Un abrazo y suerte, Javier