27. Mano de santo (Javier Igarreta)
Sentada ante el tocador, Amelia examinaba, como cada noche, aquella manchita de aspecto zoomorfo que según el abuelo añadía personalidad a su cara. La crema que mamá había traído de Polonia no acababa de hacer honor a su milagrosa fama, y Amelia comenzaba a perder la fe. El abuelo solía decir que mezclar las creencias con la química podría acarrear efectos imprevisibles. Pero Amelia quiso dar un voto de confianza al producto. Antes de acostarse se aplicó una cantidad generosa de pomada, y masajeó religiosamente su problema. Con la vista fija en el espejo, contemplaba el incipiente declive de la tersura de su rostro. Ni siquiera se percató cuando fue absorbida por su propio reflejo. Una vez reducida a pura imagen y transferida al núcleo especular, quedó inmersa en un difuso limbo de azogue. Merced a la acción solidaria de antiguas miradas, cautivas en el lado oculto de la luna, se vio liberada de su original mancha. Una imprescindible vuelta de tuerca le permitió salir del trance, poniendo las cosas en su sitio.
Cuando su madre la vio surgir del cristal reflectante, monda y lironda, no se lo podía creer. El abuelo no paraba de hacerse cruces.
Tu protagonista tiene una virtud: la fe y la determinación. La ciencia es imprescindible, sin la química de la crema todo habría seguido igual, pero no es menos importante querer intentar, no darse por vencido antes de empezar, tirar la toalla es como decir nunca.
Un relato lleno de magia y positividad.
Un abrazo y suerte, Javier.
Hola, Ángel, muchas gracias por tu comentario. Como dices, siempre hay que intentarlo. Puede que a veces no consigamos nuestros objetivos por falta de un último intento.
Yo mismo me hago cruces si veo algo parecido, y es que más allá de los espejos hay vida. Suerte Javier, abrazos
Pues sí, es lo que tienen esos chismes o artefactos tan peculiares. Muchas gracias por pasarte a comentar, Manuel.Un abrazo.