55. Perros del infierno
Hoy ha caído uno de ellos. Ha metido el hocico por una madriguera de arriba y, al vernos, se ha lanzado al vacío. Con su collar brillante, esas orejas tan limpias y los ojos vivos, ansiosos. «Qué ingenuo, no imagina lo que le espera», he pensado al verlo descender.
Los chuchos muertos habitamos en las tripas de la Tierra, y entre nosotros sobrevuela una obligación: la de fingir que aquí abajo nos va mejor que en nuestra vida.
Pero no es así; en este inframundo solo hay galerías interminables, pasadizos malolientes por los que a veces intento perderme. Hoy, mientras los demás rodeaban al perro de raza como sombras siniestras, mientras lo olían, lamían y mordisqueaban hasta devorar su alma, yo he preferido largarme. No es que me dé lástima. Ni tampoco odio a mis hermanos (mis ojos de hielo son un calco de los suyos). Solo es que… me aburre tanta sed de venganza. Ese ardor que jamás se apaga.
Por eso he preferido vagar por los túneles, sin rumbo, hasta que he llegado a esta ventana, que comunica con el fondo del mar.
Al otro lado, mirándome, hay unos ojos humanos. También de hielo, como los nuestros.
Alberto, es realmente escalofriante ese inframundo perruno. Pero alivia comprobar que, incluso más allá de la muerte, siguen siendo nuestros amigos.
Un abrazo y suerte.