06. SUERTE
En la iglesia parroquial repartían comida tres días en semana y, los jueves, daban ropa usada.
Como mamá cuidaba niños y papá salía a buscar trabajo (algo complicado para un republicano perdedor de la pasada guerra), yo iba a recoger esa comida al salir del colegio.
Mientras esperaba a que abrieran la cripta, aterida de frío en la cola de la acera, sólo pensaba en qué habría ese día para llevar a casa y poder comer mis padres, mi hermano chico y yo.
En la mochila guardaba mis dos fiambreras, que solían llenar con algún guiso caliente y un pescado frito o albóndigas con puré. Ni pan ni fruta, claro, sólo esos dos cocinados.
Se abrió la puerta al fin y miré la larga escalera que bajaba al sótano de la cripta, siempre más fría que la misma calle.
Sobre la mesa de los perolos, puse mis fiambreras y una monja las llenó con el guiso y el pescado, recordándome, una vez más, la suerte que teníamos.
Despejaba la niebla cuando volvía a casa, feliz porque ese día comeríamos bien los cuatro.
Mamá vendría el jueves a por alguna ropa usada.
Dicen que el que no se conforma es porque no quiere, que siempre hay motivos para estar agradecido, porque siempre se puede estar peor. Son tres sentencias incontrovertibles, lo triste es haber llegado a esa situación, al problema diario de que falte lo básico, todo por la locura de los hombres, capaz de desatar una guerra.
Un relato con una necesidad cubierta al fin, la de poder comer, pero acompañada de la melancolía de arrastrar un castigo impuesto y no merecido, teniendo que recurrir a la caridad. El paso inferior siguiente ya sería aún peor: la inanición, pero en esa «Suerte» del título hay una pesarosa ironía.
Un abrazo grande, Puri, y suerte (de la buena) con esta historia que, convencido estoy, es autobiográfica.
¡Cuán relativa es la felicidad! Y qué penita da esa criatura. Muy bien transmitida la sensación de miseria y frío.
Me adivinaste una vez más, querido Ángel. Siempre intuitivo, empático y certero, reflexionas sobre el tramo de una vida en absoluto de ficción. Gracias y un abrazo enorme, amigo.
Muuuuchas gracias, de nuevo, querida Edita, por tus palabras, porque, como muy bien dices, el frío de la miseria es otra clase de frío. Hiela el alma mucho más que el cuerpo. Un besazo, guapa.
Puri, tu micro me recuerda lo que me contaba mi padre sobre las cartillas de racionamiento. Y cuando una comida no me gustaba siempre me decía que me hacía falta pasar mucha hambre. Hoy en día, en cambio, tenemos las necesidades tan hiper cubiertas que no apreciamos la importancia de poder comer cada día.
Un abrazo y suerte.
Tienes toda la razón, Rosalía. Nunca ningún tiempo pasado fue mejor, y lo comprobamos cada día. Hoy sólo es muy triste que, en este mundo, aún haya personas pasando hambre. Gracias por tu comentario y un beso, guapa.
Hola Puri un relato muy real que podemos aplicar a época pasadas y desgraciadamente a las actuales ( porque sigue ocurriendo).
Y no aprendemos. En las guerras no gana nadie, todos pierden.
Me quedo con la imagen de esa niña que, aunque aterida de frio, llevará algo de comida caliente a su familia.
El título tan bien elegido lo dice todo: una cosa son los sentimientos y otra, y más urgente, llenar el estómago.
Un beso. Pilar 😀
Así es, querida Pilar. Nadie, y menos hoy, debería sentir hambre o frío, esos injustos horrores de la pobreza. Cualquier tiempo pasado fue peor, sin duda, pero en pleno siglo XXI deberíamos haber aprendido ya algo de la historia para no tropezar, una y otra vez, en la misma piedra. Gracias y un abrazo, guapa.