41. Troya
Los nueve kilómetros que separan el desvío del pueblo se me han hecho cortos, de niño me parecían eternos. La carretera es más recta; la curva en la que se salieron muchos ha desaparecido tras las obras.
«Aquí se mató Simón», recordaba mi madre al pasar. Mi padre frenaba y torcía el gesto. Ninguno contestaba cuando les preguntaba quién era Simón.
Hacía mucho tiempo que no volvía y estoy seguro de que nadie me reconocerá, y no sé si entre los muros de la casa quedará algo de mí, de nosotros…
Si las paredes hablaran podría saber qué secreto se guardaba en aquella casa, pero las paredes no hablan. Ahora está hundida y entre los escombros solo hay caos, el mismo caos que llevó las riendas de mi familia.
Los muebles destrozados, los libros rotos y el suelo ennegrecido me indican que le ha servido de refugio a alguien, eso me reconforta.
Me siento en un rincón a fumar mientras contemplo esta armonía. Cuando la oscuridad me impide ver la estancia, enciendo otro cigarrillo. Una tos profunda me indica que debería dejar de fumar. Lo tiro al suelo y salgo. Desde la carretera veo arder mi casa como ardió Troya.