50. Sonrisas impuestas
Abro la boca con recelo, se que no es suficiente, pero aún así, me resisto. Cuando ella me lo pide, no dejo atrás el miedo, obedezco.
No me creo sus palabras, sus aseveraciones proféticas. “No te va a doler”. Sí, sí duele, no me voy a morir por ello, pero duele. “Solo será un pinchacito” Y no, no es tan solo un pinchacito, es un señor pinchazo con apellido, un Pinchazo Morrocotudo.
Se apodera de mi una sensación nebulosa, no podría cerrar la boda aunque quisiera y soy incapaz de decidir entre quedarme quieto o salir corriendo. Me decanto por la primera opción. Entonces ella, previsora y para cortar cualquier iniciativa de retirada, se abalanza sobre mi con sus instrumentos de tortura en las manos.
Me siento inmóvil, indefenso, derrotado. No opongo resistencia, deseando que lo peor haya pasado. Los minutos transcurren como caracoles paseando en el rocío. Cuando me dice que ha concluido, creo que han pasado años desde que me senté en el sillón. “En unos dieciocho meses te los quito” me dice satisfecha. Me marcho a casa cabizbajo. En el calendario tacho el día de hoy, uno menos para que me quiten los malditos brackets.
Ay, pobre, qué traumático. Pero sí, en efecto, después lucirá su sonrisa, aunque sea impuesta.
Un abrazo y suerte.
A veces, para estar bien, en este caso, lucir bien, primero hay que estar mal, incluso con un aspecto chocante. Una visita al dentista, con la imposición de un artefacto diabólico, es un buen ejemplo, no revelado hasta el final, como debe ser.
Un saludo y suerte, Emilio.