22. ¿A qué huele un inocente?
Leo se pasaba horas en la cuneta cronometrando lo que tardaba cada ser en atravesar la carretera que dividía el pueblo. A distancia, si alguno no conseguía cruzar, debía percibir su olor o su alma abandonando el mundo, porque abría los ollares y me susurraba que habían atropellado a un erizo, a una culebra o a un escarabajo pelotero. Sospecho que disfrutaba, incluso lo propiciaba: cuando despanzurraron al perro que me había mordido, me lo contó orgulloso. Era su única amiga, a su modo, me quería.
La tarde que, tras abandonar arrebolados y felices el granero, Santi me despidió con un beso apasionado, un camión salido de la nada le arrolló. Mis gritos de horror se congelaron cuando vi a Leo en el arcén, pálido, silencioso, ignorando el cuerpo desmadejado, absorto en los restos espachurrados de una bonita lagartija verde. Me miró con repugnancia y no volvió a hablarme.
Desde entonces, tuve que aprender a volar como los pájaros sobre la despiadada trampa de asfalto viscoso para protegerte, conteniendo apenas las náuseas, sintiendo tu latido dentro, imaginándole olisquear satisfecho nuestros cadáveres aplastados entre las ruedas de una furgoneta y escrutar mis vísceras, obsesionado por aniquilar cualquier rastro de ADN rival.