31. EL INFLUJO (Sara Lew)
El anciano se queda algunas noches como un tonto mirando la luna. Apenas parpadea. Sus ojos surcados de cráteres viajan miles y miles de kilómetros. El molesto regolito, finísimo y gris, le sirve como excusa para frotarse los ojos y esconder, de paso, las lágrimas que se le escapan. Las huellas que una vez dejó allí desaparecieron hace tiempo. Pisadas que un día fueron un hito pero que hoy la mayoría minimiza, o ni siquiera cree. El viejo se retuerce de frustración y de rabia. Sus pupilas dilatadas se convierten en el espacio mismo, negro e insondable. Un aullido largo y sentido pone fin a sus ensoñaciones. Se adentra en el bosque. Su pelaje de plata desaparece en la espesura.