Ana
Ana baja del coche y cierra la puerta despacio, como si no se atreviera. Frente a ella se extiende una llanura inmensa, sin árboles ni vallas. Únicamente se oyen el viento rozando la hierba seca y el chirrido insistente de un solo grillo.
—¿Vienes o qué? —le grita su primo que ya había echado a andar— ¡Venga, que es recto!
Ana da un paso. Dos. El sol le quema la nuca. No hay sombras. Nada donde apoyarse. Ningún lugar donde esconderse. Da tres pasos más. Las rodillas le tiemblan, siente un sudor frío en la espalda. Mira atrás.
—¿Ana?
Intenta dar otro paso, pero no puede. Delante, espacio, demasiado espacio y su primo que se aleja. Encima, un cielo enorme, un azul que aplasta. Siente el corazón en la garganta, desbocado.
—¡Ana!
No puede responder. Intenta respirar, pero el aire pesa en exceso. Tiene las manos abiertas, le sudan las palmas. Vuelve a mirar atrás y ya no lo puede evitar: da la vuelta, corre hacia el coche y se lanza dentro. Jadea. Solo recupera el aliento cuando cierra los ojos y aparecen un techo, unas paredes, una ventana sellada y una puerta cerrada. Ahí dentro todo cabe!