Ley de gravitación universal

«Parece que esta tarde tampoco pasará». «¿Quién?» «Tu sabrás». Marta es una centella: cuando levantas la vista ya está atendiendo otra mesa. Es posible que lleve razón, que Alberto no vuelva a ver a Inés transitando esa acera, pero él mira cada día por el ventanal con la misma atención que repasa sus apuntes de Física. Marta da rodeos en su ir y venir entre la gente para pasar cerca. «Se ve de buena familia», le dijo ayer al servirle el café. «¿Quién?» «Quién va a ser». Hoy ha aprovechado un respiro para sentarse a su lado —sus codos a la distancia de Planck, según Alberto— y decirle: «¿Es verdad que la masa de una persona podría caber en un terrón de azúcar?». A lo que él, mirándola a los ojos, le ha respondido que, para ser exactos, en un azucarillo podría caber la de toda la humanidad. La mirada ha durado unos segundos, los mismos que ella ha tardado en levantarse —como una exhalación— y reanudar su faena. Han sido suficientes no obstante para que el amor, que sin él saberlo ha estado orbitándole todo ese tiempo, caiga sobre su cabeza con el peso imparable del universo entero.