Límites
Mwezi, si no hubiera nacido en Tanzania, también podría haberse llamado Luna. Habría sido una gran alegría para su familia, no una maldición ni una vergüenza. Estaría familiarizada con las palabras factor de protección, el número 50 y el signo +, sabría lo que son gafas de sol, lo que son filtros solares. No llevaría solo la gorra rota de su hermano mayor, dispondría de un cajón lleno de ellas para conjuntar. De no haber nacido albina en una aldea africana, seguiría ajena a la superstición, a la brujería. Al miedo. Al pavor a ser atacada por ser distinta. A ese pánico que siempre le crece en el estómago cuando los del pueblo hablan con su padre, que la mira displicente. En lo que hay pocas diferencias es que aquí o allí, la determinación de una madre por mantener a salvo a su pequeña conoce pocos límites. Traspasarlos le puede conducir a un futuro tan oscuro como los ojos inertes del que ya no es su marido, como la noche cómplice de su huida. O tan luminoso como la piel de su hija.

