ABR.75. EL CEMENTERIO, de Isabel Fernández
Guiado por una incesante lluvia, Obo acude aturdido hasta la puerta de hierro del viejo cementerio, que se abre al compás del sonido estrepitoso de las bisagras, anunciando sin pudor la llegada del cachorro. El impertérrito silencio sale a recibirle, envolviendo su pelaje mojado y encaminando sus pasos entre la maleza desbordada y abundantes ramificaciones de enredaderas, que trepando desde la verja que separa lo terrenal de lo incorpóreo, reptan descaradas hasta las patas de su exiguo huésped. A su paso, incesantes tumbas olvidadas y asoladas por el devenir del tiempo, coronadas por apacibles y abundantes cipreses, observan al pastor alemán que sortea entre saltos las piedras desdibujadas en forma de cruz cristiana incrustadas en sepulcros que acogen en sus manos efímeras historias que reposan eternamente. A los pies de una inutilizada e inutilizable fuente sumergida en la tierra, un vetusto panteón con olor a hierbabuena, reclama la atención del perro, ofreciéndole el cobijo deseado. Con asombro y algo de desconfianza, Obo se introduce en el sepulcro, acunándose entre el gélido calor que desprende la tumba. Con la humedad latente en su piel, y los sentidos expectantes, aguarda paciente a que la tormenta cese.
cómo me gusta, sin saber bin porqué