73. Apocalipsis
Otro amanecer suplanta la luz de las farolas en la calle sórdida. Este barrio simboliza el cadáver de nuestra vida: dejaron de sentirse los latidos del tráfico y los jóvenes renunciaron a la incertidumbre.
Entro en casa. Acabas de levantarte. A través de las cortinas penetra un rayo de luz que deslumbra. Al escucharme buscas refugio en la cocina. Mientras te giras agarro el objeto con el que intentas golpearme. Me corto varios dedos, pero sueltas el cuchillo. Abofeteo con la otra mano y desgarro tu ceja. Conoces mi violencia y yo la tuya. La sangre brota de mi mano a borbotones. Noto tu cabezazo, cómo impacta contra mi mentón. Te derribo para sentarme sobre ti. Hurgo con la lengua en tu ceja, que sangra. Tanta sangre me excita, nos excita. Me muerdes los labios. Saboreas mi sangre y la tuya, que escupes mientras me envuelves con las piernas. Me desabrochas el pantalón. Te arranco el sujetador antes de comprobar que no llevas bragas para penetrarte. Gemimos como animales a manos del matarife, hemos aprendido a devorarnos.
Abrimos los ojos, abrazados, y acariciamos el polvillo del sol suspendido sobre nuestra sangre reseca. Quizá el amor sea esto.
Unas calles en las que los jóvenes emigran y no hay ruido de coches parecen lo más cercano al fin de los tiempos. El ambiente en el que se vive influye en las personas. Contaminados de esa destrucción externa esta pareja superviviente se empeña en hacerse daño, en una feroz batalla que da comienzo sin provocación aparente, para llegar a la conclusión de que, a pesar de los pesares, se tienen el uno al otro, el mundo todavía es posible.
El apocalipsis no lo será tanto si aún quedan dos que se quieren, aunque sea de una manera peculiar.
Un abrazo y suerte, Ton