32. Así en la tierra como en el cielo (Francisco Javier Igarreta)
La hermana Imelda, postulante en el convento de las carmelitas de Villamaluenga, tortura sus torneadas rodillas postrada ante el altar, donde un exultante San Sebastián, asaeteado hasta la extenuación, sonríe entusiásticamente. Por más que Grijelmo, su joven confesor, trata de explicarle la peculiar idiosincrasia de los mártires, Imelda no acierta a despejar aquella patente contradicción tallada con saña en madera policromada. Le resulta difícil asociar la viva expresión de felicidad del rostro del santo, con el doloroso aspecto de sus sangrientas heridas. La verdad es que tampoco tiene muy clara la naturaleza de los gozos que, según Grigelmo, la esperan en la otra vida, como premio a las privaciones y sacrificios que tiene que soportar día a día en el convento. Aunque para Imelda, el mero hecho de dejarse acariciar los oídos por su melodiosa voz, ya es una bendición. Si, además, tiene ocasión de intuir tras la rejilla del confesionario el sensual aleteo de sus labios, miel sobre hojuelas. Más de una vez se ha sentido embargada en momentos así por un dulce arrebato. Incluso ha llegado a pensar si no será un atisbo del paraíso. Cuánto le gustaría saber qué diría Grijelmo.
Ese imaginar paradisíaco está más cercano, posible y material de lo que la hermana Imelda se piensa, tan solo separada de ello por una tabique de madera. También tiene menos que ver con lo espiritual y más con los sentidos conocidos y tangibles. La sonrisa de un santo martirizado que piensa en otra vida es difícil de entender, cuestión de fe, pero puede que una conversación directa con su confesor le aclarase algunas cosas que siente, aunque supondría pecar gravemente al romper los votos.
Una historia de sensaciones, contada con elegancia, en la que la protagonista cree estar a caballo entre dos mundos.
Un abrazo y suerte, Francisco Javier
Hola Ángel, muchas gracias por tu atinado comentario. Seguro que sí hablaran los muros conventuales nos contarían cuitas semejantes, entre lo divino y lo humano. Gracias de nuevo y un abrazo.
Se nota el esmero en la elaboración del relato con la santa intención de hacernos sonreír. Misión cumplida. Por mi parte, tienes el paraíso ganado.
Muchas gracias Edita por tu amable comentario. Sí en estos tiempos tan convulsos consigo provocar alguna sonrisa, me doy por satisfecho. Un abrazo.
Ay, creo que Imelda haría mejor abandonando los hábitos, o fugándose con Grijelmo. O ambas cosas.
Un abrazo y suerte.
Bueno, tal vez pueda, pese a las dudas y tentaciones, salvaguardar su vocación. Muchas gracias por comentar, Rosalía. Un abrazo.
Pobre Imelda, está en la inopia. Su entorno no ayuda. Sufre las contradicciones a las que la somete la religión, aunque su simple lógica acude al rescate cuando no entiende que el santo pueda sonreír y sufrir al mismo tiempo. Y es que las estatuas son muy sufridas, habría que ver al verdadero en aquel momento.
Sus sentimientos la delatan: el deseo que siente no sabe traducirlo, inocencia en estado puro.
La forma del relato se acerca al estilo eclesiástico, y queda socarrón y entretenido.
Hola Rosa, muchas gracias por tu comentario .Me alegro de que el relato te haya resultado entretenido. Un abrazo.