126. Atávico (Juancho)
Siempre se había asomado al mar a través de los ojos del abuelo. En aquella ciudad del interior solo aquel balcón era capaz de aplacar sus ansias marinas. Cada pestañeo un oleaje, cada lágrima una tormenta. Se zambullía en aquel iris entre peces de todos los colores, rodeado de hipocampos sobre los que podría cabalgar, seduciendo a sirenas con los ojos tan azules como los del viejo. Buscaba en el espejo la marea, el flujo añil que rodeara sus pupilas de una vez, los destellos cobalto que anunciasen futuras marejadas; pero no recibía más que la imagen abisal de su mirada, el negro oscuro y profundo que habitaba anidado en la blancura de sus córneas. Como anidaba, en sus entrañas todavía impúberes, el rencor a unos padres que no le habían sabido transmitir aquella herencia. Estrecho cómplice del abuelo en su agonía, no dudó, llegada la hora, en mentir sobre sus últimas voluntades, sobre el postrer deseo de que sus restos fueran arrojados al ponto más inmenso y salobre. No dudó tampoco en ser el Leviatán de aquel naufragio, el monstruo que dejara inundar de zarco sus pupilas y, entre las cenizas, mirar cómo se hundían las leyes de Mendel.
En estos tiempos de consumo rápido, donde escuchar con detenimiento parece algo denostado, en los que no se estila el respeto a los mayores, resulta digno de todo elogio el que un joven sienta fascinación por su abuelo, un alma gemela con quien tiene mucho más en común que con sus padres, así de caprichosa es la herencia genética, una desafección respeto a sus progenitores que este protagonista, de proceder dudoso pero de ideas claras, lleva hasta el límite. Todo ello contado con un lenguaje esmerado.
Un abrazo, Juancho. Suerte
Obsesionarse con las cosas suele convertirse en algo nocivo…
Muchas gracias Ángel por tu dedicación y por tus siempre generosos comentarios.
Un fuerte abrazo!!!