CAMPUS
Federico, el gato de Schrödinger, padecía catoptrofobia. Nunca lo pudo superar hasta que le encerraron en una caja de zapatos en cuyo interior había un espejo. Tembló al apreciar lo que reflejaba el cristal, la imagen de su óbito.
La superposición cuántica le jugó una mala pasada. Tuvo que ver con lo que oyó a través de las paredes de la caja de cartón. Que su posición en el espacio podría depender de lo quisquilloso que fuera el observador atrevido que tratara de investigar.
Si abrían la caja de zapatos, su momento angular se distorsionaba y desaparecía a medida que su posición en el espacio quedaba más definida, aunque siempre a nivel probabilístico. Total, un lío.
Había oído que muchos científicos discutían sobre la locura irracional del principio de incertidumbre. Al racionalizar los argumentos paradójicos escuchados empezó a pensar que algún día podría superar su propia fobia frente a los espejos y tomó dos decisiones importantes:
La primera, dejar de tomar chupitos de aguardiente escondidos entre los matraces y la segunda, poderse declarar a una gata del laboratorio de anatomía patológica que era conocida en todo el campus como la gata de Doña Flora.
Viva el amor.