56. Cántico popular
Ya no importa cuán recto haya sido el camino,
ni cuantos castigos lleve a la espalda:
Soy el amo de mi destino, soy el capitán de mi alma.
Invictus, William Ernest Henley
El nuevo rey prohibió la música. Consideraba que los instrumentos llevaban al pecado: los de viento eran destruidos para que nadie se los acercara a los labios; los de cuerda por incitar a las caricias, y los de percusión, a la violencia. A todo aquel que poseyera alguno, lo encerraban. Desde las diferentes celdas, los reos golpeaban las paredes con las palmas de las manos y deslizaban las cadenas por los barrotes en un ritmo armonioso. Muchos fueron ejecutados.
Ampliaron la cárcel y aislaron a los reclusos, que, sin embargo, lejos de consumirse, sonreían sobre los camastros. Los azotes no repercutían en un mal gesto por su parte. En protesta, el gentío bailaba en las calles acompañado de un silencio sepulcral. Cada vez eran más los que salían en procesión. El inquisidor se asomó por la ventana del castillo y, atormentado, saltó desde lo alto de la torre sin dejar de escucharlo en su cabeza.
Demostrado está: unos pocos pueden imponerse sobre muchos por la fuerza durante un tiempo, pero no sobre todos y todo el tiempo. La unión hace la fuerza y es la verdadera fuerza. Los intentos de silenciar el poder del grupo son vanos, pues aun en el silencio siempre prevalecerán.
Un relato muy bien armado, lleno de simbolismo, con aire de cuento clásico pero aplicable a todo tiempo.
Un abrazo, suerte y felices fiestas, Francisco Javier
Muchísimas gracias, Ángel
Igualmente, felices fiestas.
Un fuerte abrazo
Qué bonito relato ensalzando el valor y el poder de la música. Te felicito. Nos leemos.
Muchas gracias Isabel.
Me alegro mucho que te haya gustado.
Un fuerte abrazo