60. Cementerio andaluz
El viejo Matías es el guardián del camposanto. Cuando lo llaman enterrador menea la cabeza y mira con displicencia. Solo él sabe que poner a los muertos bajo tierra es un quehacer pequeño comparado con la tarea de convertir ese lugar sagrado en un hogar.
Desde la verja de la entrada, el cementerio parece un pueblo blanco de serranía. Las paredes encaladas y la claridad marmórea de las lápidas han decolorado los ojos azules del anciano, donde asoma el delicado velo de una incipiente ceguera. Ahora es la luz del día la que le lleva por los senderos empedrados de níveos cantos.
Al acabar la jornada, va en busca de su Carmen. Descansa bajo el jazmín que plantó junto a su tumba. Agosto le regala sombra y el aroma de unas flores que le conducen a su lado. Allí se sienta y le cuenta a media voz que añora sus pies descalzos empapados de espuma de mar y su sonrisa perlada vestida de acento andaluz. Le confiesa que está impaciente por volver a estar con ella y, aunque sabe que bajo aquella losa solo quedan sus huesos de nieve, aún siente cada tarde las caricias silenciosas de sus manos morenas.
Un amor para siempre y un cementerio precioso. No me resulta para nada triste, es una historia tierna tierna con un sonido de flamenquito allá al fondo.
Muy guapo este micro
María, tu relato rebosa lirismo y blancura a ambos lados de esa línea delgada que llamamos muerte. El amor puede aparecer en cualquier sitio, en cualquier momento. La vejez es un buen momento. la soledad es un buen estado. Un cementerio es un buen lugar. Porque, como se trasluce de tu bella historia, el amor todo lo puede.
Me mola tu rollo… 😉
Besitos y suerte!