119. Como un pincel (Luisa R. Novelúa)
El blanco tenía que ser nuclear, el azul, noche, y el negro, reluciente. Era una sentencia que yo acataba sin rechistar, a pesar de que lo de nuclear me sonase a accidente y, para mí, el único color de la noche fuese el negro. Así que cuando mis ocupaciones infantiles me lo permitían, ocupaba mi rincón en la cueva de Alí Babá y asistía al ritual con el que componía aquel traje y zapatos impolutos.
Mi familia se mudó a otro barrio cuando yo aún no había cumplido diez años y ese recuerdo se fue diluyendo. Estaba desaparecido hasta que me sacudió por sorpresa en el registro de una vivienda en la que se había hallado el cadáver de un hombre que llevaba meses muerto sin que nadie le hubiese echado de menos.
Entre montañas de basura, una isla acotada por decenas del mismo cuadro que yo había visto pintar tantas veces, y en medio, un caballete y numerosos tubos y pinceles perfectamente ordenados. Apenas pude ocultar mi emoción ante mis compañeros de brigada y me sentí ruin por no tener el valor de confesarles que allí tenían la respuesta a sus chanzas sobre mi forma de vestir.