93. Divino humano
Tras el plácido pestañear, la nacida de la espuma del mar ha avivado las musas consagradas al ingenio; suave se han deslizado sobre los hombros de quienes pretenden sueños; en las tablas de escritura, en el silencio compuesto, en el más grácil danzar. A la isla de arrecife de coral ha arribado, malherido, un marinero, perturbando su solaz. En el costado soporta, atravesado, un arpón. Ella ha dispuesto su empeño en sanarlo con lo bello; desde el cálido regazo agasaja sus escuchas con acordes de algodón, y en el exhalar de risas, aletean tenues chispas, coloreando su faz. A su gesto, eclosiona luminiscente, la montaña de mineral; una cortina acuosa recorre la senda dorada de topacio transparente. Cómplice, el arco celeste, se engalana con diamantinos broches; y hacia el centro, la sublime dama eterna ha menguado su contorno para no rivalizar. Ya va cuajando la noche; esculpiendo en escarcha el perfil de las olas; centelleando fugaz a guirnaldas de sonrisas, que penden desde la brisa. A intervalos, él se ausenta; induciéndole ensoñaciones de brecas, nacaradas en rojo y cristal.
—¡Por todos los dioses del Olimpo —gruñó el pirata, antes de zarpar—, quién demonios podría soportar tanta belleza!