90. El aroma de los curiosos
La nariz es sagrada en nuestra familia. Da igual que sea deforme y bulbosa, pues, como alguien escribió alguna vez, los rasgos se sacralizan por repetición. En ritual, al bebé recién nacido le comprobamos su nariz. Queremos reafirmar si ha nacido con la promesa del apéndice que nos identifica, y así celebrarlo. El paso de padres a hijos, de generación en generación, navega como una galera sobre el tiempo, y nuestra captura de olores la registramos como una gran memoria de los hombres. Y, quizá, gracias a la tradición, detectamos hasta el detalle más imperceptible: el hedor del plagiador hambriento, el vaho de los vacíos invernales, la rabia ante la cotidiana vulgaridad. Todo se aplica a nuestra pituitaria tan acostumbrada a reconocer presencias que coleccionamos como tesoros diminutos, como realidades irrecuperables. Por ello, amamos y odiamos, a la vez, a los que vienen a curiosear. Somos capaces de distinguirlos y de arrebatarles su aroma cuando se acercan, de recolectar la sensación única y remota, la de quien pretende olisquear entre nuestras líneas, fisgonear y copiar la fisonomía de nuestras anotaciones, dejando rastro de aquello que los define desde siempre.