83. El castigo
Desde un principio, mis padres lo prefirieron a él. Mamá le daba todas las golosinas y papá permitía que rompiera mis juguetes y hasta lo llamaba “campeón”. Si el nene lloraba por algo, me zurraban. No había otro a quien culpar, si solo éramos una única familia de cuatro miembros. De mayor, tocó mantenerlo hasta que se independizó con una profesión mundana y que le dejaba mucho tiempo libre, Mientras tanto, yo trabajaba en el campo bajo el sol y la lluvia. Por eso, cuando a nuestro Señor le complació más sus tributos, a diferencia de los pobres frutos que le presenté por culpa del ganado de mi hermano que arruinó los cultivos, no pude más y de un golpe de azadón, lo maté.
Con las manos manchadas de sangre, me sentí un niño de nuevo como cuando el pequeño Abel lloriqueaba a causa de algún pellizco o travesura mía contra él y no había nadie más a quién castigar. Como en este momento: no había nadie más sobre quien recayera la ira de Dios, sino era sobre Caín, el hermano mayor.