El poder de una sonrisa
Siempre había sido un tipo más amargo que un pomelo, huraño, hosco y malcarado. Incluso en la cuna. La gente prefería un mal pisotón antes que permanecer en su compañía. Pero tanta bilis contenida durante años terminó por asomarse en ardores, pinchazos y retortijones. Y cuanto más le dolía, más amabilidad notaba en el vecindario —buenos días tenga usted—, en las paradas del mercado —¿qué desea, buen hombre?—, en sus paseos —que vaya bien, don Anselmo— cuando con alguien se cruzaba. No comprendía ese cambio, esa cordialidad, esa absurda simpatía. En casa le daba vueltas y más vueltas. «Cabrones», se reconcomía por dentro; —son unos cabrones —rezongaba por fuera. Hasta que en una noche de infames dolores pudo ver que la mueca que el sufrimiento componía en el espejo reflejaba una cara de estúpida y amable sonrisa.
Ahora no siente dolor. Le gusta que le saluden, que le hablen y la compañía. Aún le cuesta sonreír. Y si ve que alguien le mira con reserva o reticencia, respira hondo, se concentra, mantiene el aire y se pellizca disimuladamente con todas sus fuerzas.

