81. El Sanatorio
Antes de abandonarse al llanto, había contemplado aquella risa violeta muy por debajo de sus aplastados labios tras la máscara de su pálida tez. Sabía, sin reconocerlo, que ya no le pertenecía, que su eco se iba desmoldando en cada recaída. Corrió hacia su cuarto y se tiró sobre la cama aún deshecha por el aliento de la pesadilla recién abandonada; después se dio la vuelta arrastrando la sábana que un día vistió de blanco y quedó mirando al techo, recorriendo las paredes con pausa hasta detenerse en uno de los puntos donde confluían las aristas del cubículo y, de pronto, esas tres líneas le parecieron la vida misma, fluyendo hacia un único término, discurriendo por diferentes cauces hacia el siempre inevitable vértice.
Con el pensamiento del que no cree que el último viento del invierno se lleve todos los restos esparcidos de su cadáver, escuchaba el sonido repetido de la voz tuberculosa, silenciándose de a pocos, como el taconeo de unos pasos familiares distanciándose calle abajo, durante la noche insomne.
Sabemos que somos efímeros, condenados a un final inevitable que no terminamos de comprender. Nos empeñamos en aferrarnos a lo conocido, a la vida, con temor a que todo concluya, a un vacío que no entendemos, queriendo creer que luego habrá algo más. Los últimos momentos siempre son duros, dramáticos, más cuando no vienen de inmediato y se prolongan en una cama de hospital, cuando las fuerzas desaparecen poco a poco y quien lo sufre ve que pierde la vida de forma inexorable tendido en una cama de la que ya no se levantará, mientras contempla las líneas de la pared que confluyen en el techo, en un destino que no podrá evitar. Dicen que la mejor muerte es en la cama y querido por los tuyos, o incluso durmiendo. Eso es lo que queremos pensar, pero no quizá lo que sucede y lo que cuentas en este relato, que dibuja bien una angustia de la que el personaje no es capaz de desprenderse. Quien pasa por este trance no puede contarlo, Tú sí lo has hecho, con la valentía de que quizá el resultado sea algo desasosegante, pero también y, desde luego, posible y realista.
Bienvenida. Un saludo y suerte
Imagina dos hermanos enfermos de tuberculosis que deciden ir a curarse a un sanatorio en los Alpes suizos, digamos en la ladera de una montaña (si me apuras, vecino de otro famoso sanatorio en una montaña mágica). Ella, la hermana, ve la decrepitud del ser querido y se da cuenta de que su final se acerca. Así, la pobre mujer se agarra una tristeza de tres pares (parece lógico).Es más, la angustia le viene revelada por la consciencia de que ella correrá su misma suerte, por lo tanto, lo ve todo de color de hormiga (no es para menos). Si además situamos este hecho en los años veinte o treinta que apenas había curaciones y donde ni siquiera se había descubierto la estreptomicina para garantizar un mínimo de tratamiento, nos da como resultado esa natural angustia que ha tenido el ser humano ante la idea de la muerte desde el comienzo de la humanidad. Si piensas en la muerte como una simple transición puedes hasta soportarlo, si piensas, no en la muerte como momento, sino como idea de la muerte con toda su profundidad de pensamiento y dejas que sus raíces se enrosquen en tus tripas, entonces eres arrastrado por ese melancólico estado de ánimo. Esto es lo que le ocurre a la hermana mientras ve los labios morados de su hermano en una cara que ya deja de ser, junto a una tos nocturna que escucha desde su cuarto contiguo. Y es que esos bichitos azules fluorescentes matan, y lo sabe. El título es una ironía, en ese sanatorio no se sana nadie.
Gracias por tu comentario, Ángel. Un saludo y seas tú bien hallado.