71. El terapeuta (Jesús Navarro Lahera)
Desde pequeño, en casa solo escuché lamentos. Mi padre protestaba porque tenía que aguantar a su jefe y a los incompetentes de sus compañeros, mi madre gruñía a todas horas y no dejaba de quejarse porque nadie agradecía su trabajo, y mi hermana gimoteaba sin parar tanto porque yo no jugaba con ella, como porque en la escuela no la valoraban adecuadamente.
Por eso nunca he soportado a las personas que van por la vida como plañideras en un maldito entierro. Por eso me hice terapeuta, tanto para superar mi repulsión incontrolable por los lloros de los quejicas, como por hacer con otros lo que de niño no pude llevar a cabo con mi familia.
Ahora, en mi consulta, soy feliz al ver la cara que ponen mis pacientes cuando los animo. Siempre abren mucho los ojos, tragan saliva y se quedan mudos durante unos instantes, como si no pudieran darme las gracias. Lo que no entiendo es que luego cambien esa expresión beatífica que tanto me llena, y en lugar de una sonrisa, sus bocas me devuelvan una mueca de angustia al sentir que mis manos se aferran a sus cuellos para hacer realidad su deseo de morir.