132. Enterrado
El niño lloraba, impotente, en la silla de ruedas. Ella desarraigaba el rosal de la madre para sembrar coles y pepinos. Apenas percibió las súplicas, cuando le trajeron las gallinas Rhode Island. Huevos grandes para el desayuno. Buena enjundia. No como las gallinillas de la antigua señora, que ni para un buen caldo servirían. Sin embargo, preparó aquellas aves de adorno para la sopa. Mientras, su hija lavaba las prendas sucias de sangre y vómito del chico en el río. Desnuda de la cintura para arriba, la luz del sol discurría enmantequillada por los pechos dorados. Todos codiciaban aquella niña hacendosa. Incluso el señor que le había plantado la semilla. Se había descuidado por años de ellas, pero ahora quería recoger aquel saludable fruto. Por eso fue fácil trasplantarla en medio del padre y aquel retoño anémico, que solo podía reclamar una parcela de tierra. Y ya era tiempo de otro chorrito de insecticida en la comida del chico y que se fuera a criar crisantemos junto a la madre en el cementerio.
Los de desgraciados de siempre y, como siempre, , llevando las de perder. Eso no parece cambiar. Suerte y un saludo.