126. Furtivos
El verano agoniza, ebrio del ámbar de los primeros días del otoño. Brochazos secos de amarillo marchito emborronan los campos de mies. La quietud del paraje retumba en los alcorques de los árboles; un hilillo de agua indeciso se desliza silencioso por un arroyo escondido y coquetea con los guijarros. El beso vespertino de la naturaleza es dulce, sereno aunque un cielo azafranado en el ocaso amenaza con perder las formas al día siguiente. Los ciervos con sus crías se atreven a cruzar los senderos del bosque cercano en busca de alimento. Cornejas, jabalíes, tejones y ratoncillos recurren al menú diario, hierbas, alguna raíz… Solo una manada de lobos parece haber tenido suerte y en un claro, sobre un mullido de hierba seca, hacen corro. Despedazan a dentelladas los cuerpos entrelazados de los amantes. Se reparten el festín no sin trifulcas. A un lado, algunos jirones del vestido de ella, a otro, las piernas del pantalón de hombre. Los cánidos desechan con hastío los huesos y las partes duras, pero no se librarán de ingerir el plomo de dos balas.
Lírico y por lo tanto hermoso, a pesar del final. Un beso.