92. La balanza
Acercarme a la acequia Favara me estaba prohibido, pero era donde estaban los descampados para jugar al fútbol. Vino a caerse la pelota ese día en un pequeño ramal lleno de tarquín; puse un pie a cada lado y al volver metí toda una pata dentro. Luego, lavando el calcetín la corriente se lo llevó. Llegar así a casa, en pantalón corto, era como hacerlo sin una pierna. Madre se percató enseguida y no supe mentir. Ella dice que lo hizo de puro miedo. Me colocó sobre sus rodillas y me puso el culo bueno. Solo paró cuando Paco le sujetó el brazo y le dijo calmadamente que ya estaba bien.
Ya irá para un año que desde mi habitación escuché lo que me imaginaba. Sabía que mi hermano había venido otra vez a pedirle dinero; salí corriendo y esta vez le detuve yo a él uno de sus aguijoneados brazos. Demasiado tarde, demasiada sangre.
Ahora, cuando voy a visitarles en sus distintos e indeseados espacios, lo hago el mismo día para que los recuerdos me equilibren como a una sábana blanca tendida al sol de algún verano más o menos feliz.