56. LA CANTINA DEL ROJO
Le decían El Rojo, nunca supe el motivo. ¿Era su apellido o un apodo heredado por el color de pelo de algún antepasado? Por entonces desconocía la división en dos colores de la lucha fratricida que sumió al país en aquella oscuridad que aún pervive en ramalazos tristes. Le decían El Rojo y regentaba la cantina con mesas de mármol donde acudía cada domingo por la tarde a pedirle la propina a mi tío quien, invariablemente, me hacía tomar un vaso de gaseosa y me daba tres pesetas para ir al cine. Le decían El Rojo y nunca supe por qué, tal vez por ello puedo ahora fantasear sobre su origen, aunque todos sabemos que la realidad supera a la ficción. Con la gaseosa siempre me ponía un par de zapatillas, regalo de la casa. Mi madre, al morir, me confesó que en su juventud lo había amado. El Rojo también murió y mi tío nunca fue muy hablador. La cantina devino en bar de alterne, agencia bancaria y solar, por este orden. Yo sigo yendo al cine cada fin de semana con un sabor agridulce de pastas con gaseosa en el paladar del recuerdo.