136. La caracola
Nunca había podido agarrar con sus manos aquella caracola gigante que la tentaba desde la estantería. Era rosada y blanca con una abertura en el interior hacia el infinito. Lúa deseaba apoderarse de ella y dormir con la oreja metida en aquel océano. Tuvieron que pasar varios meses y varios centímetros de pantorrilla para poder cumplir su reto. Hacía mucho calor aquella tarde, la familia sesteaba y Lúa se escapó sigilosamente en busca de su tesoro. La miró, se puso de puntillas, colocó su cara contra la estantería y con el dedo empezó a empujar “el océano”. Le habían dicho que cuando fuera mayor lo conocería, antes no podría salir de la estantería. El corazón dio un vuelco, mientras la piel se erizaba y las mejillas se sonrojaban del esfuerzo. El océano era pesado, voluminoso, resbaladizo y sobre todo muy ruidoso. Lúa cayó al suelo. Un chorro de sangre caliente empezó a brotar con fuerza del brazo entrando en la hendidura de la concha. El océano se estaba enrojeciendo.
– Merecío la pena el esfuerzo.- pensó Lúa mientras colocaba debidamente su oreja y se dormía escuchando el mar.