18. La celadora (Javier Igarreta)
“Si la envidia fuera tiña, cuántos tiñosos habría”, sentenció la celadora clavando su mirada inquisidora en los muchachos. Solícita atendió al enrabietado Bernardito que exageraba su dolor en un rincón. Sin duda, algún interno harto de ser el capacico de las hostias, había descargado su ira en el pobre gordito, según todos el ojito derecho de aquella mujer tan corta de estatura como sobrada de resentimiento. Un suceso de organización interna vino, días después, a cambiar el orden de sus afectos. Desde la llegada al internado de Sor Virginia, la celadora solo tuvo ojos para ella. De aspecto místico y frágil, la monjita desprendía una ambigua espiritualidad. Un domingo, en la misa de doce, Sor Virginia salió al altar para repartir la comunión. Presa de una emoción desbordante, la celadora se revolvía nerviosa en la fila, suspirando por recibir la sagrada forma de tan blancas manos, con tan mala pata que dio con sus ansias en el suelo. Como movido por un resorte, Bernardito salió del banco en ayuda de su benefactora, pero ella lo apartó con un gesto airado. Mientras recomponía su maltrecha figura, la celadora miró con insistencia a Sor Virginia, reclamando un atisbo de su fervor.