Esta Noche Te Cuento. Concurso de relatos cortos

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La fotografia

 

Aquella mañana Longina descolgó el cuadro de la pared y, cuidadosamente, desmontó la parte trasera para sacar, aunque sería más correcto decir desamortajar, la fotografía que había rescatado días después de la noche oscura, gracias a la bondad y complicidad de un hombre bueno en tiempos miserables. El enterrador del pueblo se dedicó a conservar algunos objetos personales de los represaliados antes de enterrarlos.

Rosa aún recordaba cuando acompañó a su madre, en un estricto secreto que solo compartió con ella, a un estudio de fotografía que había en otro pueblo para que se la ampliaran, porque había escuchado a alguien que allí lo hacían.

    • Señora, esta fotografía mide 6 por 9 y llevarla a una medida de 15 ó 20 es muy difícil.
    • Yo sólo quiero que se le vea bien la cara, dijo Longina, y que le ponga usted una chaqueta y una corbata, aunque sea pintada.
    • Sí, dijo el dueño de la tienda de fotografía, pero tenga Vd. en cuenta que la cabeza sólo mide medio cm. y que, aunque con la técnica del bromoleo la blanqueemos y la pintemos con un pigmento graso, se va a ver borrosa.
    • Vd. hágalo.

Entonces, cuando la recogió días después, con el mismo cuidado con que la sacó, volvió a enterrarla, pero con él ya amortajado como dios manda, con traje y corbata en aquel cuadro en el que le velarían unos ciervos inmóviles en un paisaje campestre. E hizo cómplice de su secreto y de su silencio a Rosa.

– ¡A tus hermanos ni mu!, le dijo. Hija mía, sólo contigo puedo sacarme esta pena y esta rabia. Ellos son hombres y, ya sabes, no quiero desgracias. Así que no hay mejor cosa que la que no se dice.

Y así se zanjó la cuestión. Rosa nunca dijo nada mientras vivió su madre y después tampoco. ¿Para qué?, se decía. Para qué dar tres cuartos al pregonero. Todos sabían y todos callaban.

Y un día se acabó el silencio impune. Aquellos hombres desenterraban y honraban con una dignidad merecida unos huesos injustamente torturados por el odio irracional y revanchista de unos y olvidados y sacrificados por la impostada reconciliación de otros.

Con la foto en la mano, Rosa recorrió el trayecto desde su casa al cementerio. Sola. Ya no había hermanos, ni marido, ni los hijos que nunca tuvo para acompañarla. Sólo ella y la custodia de un secreto que ahora también desenterraba de su corazón y gritaba a los cuatro vientos.