118. La letra con sangre entra
En casa de Leonardo todos sabían que pasaba olímpicamente de estudiar, así que nadie le agobiaba. Lo suyo era el deporte. No iba al gimnasio; levantaba paquetes de lentejas y arroz: series de 20 repeticiones durante dos horas al día, cuatro días a la semana. Su hermana se acoplaba cada mañana en el carro de la bicicleta para que la llevase al colegio; él decía que así reforzaba los cuadriceps. Por la tarde, su padre devolvía a Nadia a casa, porque Iker aprovechaba para ir a la piscina. Nadaba sus buenos tres mil metros y ya de vuelta, dado que el carro iba vacío, cargaba las compras de la abuela, quien hacía los encargos por teléfono en el colmado cercano al polideportivo. Todo porque pasaba olímpicamente de estudiar. Nadie le agobiaba: aunque todo el mundo pensaba que sus múltiples matrículas de honor se debían a las chuletas, tampoco lograban explicarse cuándo las hacía. Era un misterio. Es curioso que nadie se percatase de sus auriculares. Durante sus largas horas de entrenamiento se mantenía en silencio, escuchando solamente las lecciones que previamente grababa en su mp3, que era subacuático y todo.
Pues sí que tiene el mérito el hombre. Leer y grabar las lecciones y escucharlas sin descando. Se ha ganado el honor de las matrículas con el sudor de su frente. Suerte y saludos.
Un genio, Leonardo, como su tocayo.
Un abrazo, Aurora y suerte.