112. La nada
Era un IB8360, otro Valencia-Vigo persiguiendo mi inalcanzable bonus semanal, y yo tenía asiento de ventanilla y una monja de hábito níveo a mi lado. En cuanto alcanzamos la velocidad de crucero, encendí el portátil para revisar mi plan de visitas y fue entonces cuando sucedió por primera vez: justo al bajar mi bandeja, el avión comenzó a caer en picado. Tenía que concentrarme en la posición de «brace, brace», pero yo solo pensaba en devolver aquel rectángulo plástico a su posición original. Morir con la conciencia tranquila. Recuperamos la horizontalidad en cuanto lo conseguí y ahora la pestaña de seguridad apuntaba hacia algún lugar entre Valencia y Vigo. O hacia el cielo, según se mirase. Comenzamos a ganar altitud mientras las azafatas intentaban poner orden; yo recogí mi portátil del suelo, probé de nuevo y esta vez la caída fue breve —porque empezaba a captar la lógica y cerré la bandeja rápidamente—, pero, aun así, la monja no paraba de rezar. Sus dedos temblorosos acariciaban su rosario cuando, endiosado, decidí ayudarla, aunque creo que no lo he conseguido porque, desde el impacto, desde que aquí todo es blanco —y solo blanco—, se la ve aún más asustada.