74. La reina de África
Abro la página de Google. Pongo las palabras Frankfurt y Eritrea. Pulso el botón de búsqueda.
Estaba sentada junto a la minúscula barra del bar, no de su lado sino del otro, en uno de los taburetes del confesionario. El local tenía un aire acogedor, tribal como la selva de ébano de su pelo; aún no había clientes y ella, la reina de África, hacía un crucigrama o buscaba habitación en las páginas de un periódico. Al vernos se levantó y nos señaló una mesa con el tímido destello de una sonrisa que iluminaba también el tono oscuro de su piel.
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Desde el centro de la mesa fuimos dando cuenta de un guiso de carne que debía arroparse con las manos sobre unas finas tortas de harina envueltas a modo de canelones. Bebimos cerveza de plátano o de fruta de la pasión, mientras pronunciábamos el mantra de las conversaciones leves.
Ella, mientras tanto, permaneció allí, junto a la barra, no de su lado sino del otro, haciendo un crucigrama, buscando habitación, dibujando puentes con sus trenzas sobre la memoria, desde Frankfurt a Eritrea.
Primero, debo frecuentar con escasa asiduidad bares, cafeterías y otros antros, porque es la primera ocasión en que leo que se le llama confesionario a los taburetes del lado de la concurrencia, aunque, pensándolo un poco, tiene su lógica, pues los camareros siempre han tenido fama de confesores matrimoniales, laborales, deportivos… Parece que tu reina africana mantiene su particular reinado arropada por retazos de su tierra, su cultura y sus recuerdos. Enhorabuena, Antonio Diego. Suerte y saludos.