84. Los secretos del jardinero (Anna López Artiaga / Relatos de Arena)
Con la bajamar, pasea por la orilla recogiendo piedras. Parece escoger las más grandes y redondeadas y las guarda en sendos cubos de plástico, de esos que usan los niños para construir castillos en la arena. Cuando los tiene llenos, se dirige al muro que bordea la playa. Las coloca unas contra otras, formando una rocalla de inspiración gaudiniana entre cuyos huecos ya crecen cactus y otras suculentas que ponen una nota de color.
El primer turista de la temporada observa boquiabierto el particular jardín y, sin pensarlo ni pedir permiso, saca el móvil e inmortaliza la escena. Él se vuelve y le sonríe. Hace un gesto con la mano, invitándole a acercarse. El otro se aproxima, hinca la rodilla para tomar una foto desde otra perspectiva. Es entonces cuando el viejo mira a uno y otro lado, y le golpea con fuerza con una de las piedras. La más grande. Después arrastra el cuerpo hasta ocultarlo en el hueco que había preparado y comienza a cubrirlo con la rocalla. Al fin, introduce un plantón de agave en una grieta y contempla el resultado. Sonríe mientras calcula cuantos esquejes podrá plantar este año.
No es la primera vez que leo que el terreno en el que se ha enterrado un cuerpo humano se vuelve muy fértil, pero no creo recordar una imaginativa aplicación práctica de ello, como sucede en tu relato. En este caso, se podría adaptar aquel refrán que dice que «la curiosidad mató al gato».
Lo que parecía una actividad de puro entretenimiento de un viejecito inofensivo y hasta entrañable, se convierte en un verdadera trampa para turistas incautos, como también, en un relato que sorprende con fino humor negro, algo que ni con el título, que podría, tal vez anunciarlo, llega a presagiarse, como tampoco deja de asombrar.
Un abrazo y suerte, Anna.
Muchas gracias, Angel,
tus comentarios son gasolina para este motor que funciona al ralentí con esto del confinamiento. Te diré que tengo unas fotos de un jardín como el que se describe en mi relato, construido también por un afable viejecito a la orilla del mar, apoyado sobre el muro del paseo marítimo de una población catalana. No revelaré el nombre para evitar que se llene de turistas curiosos y que la historia acabe tan mal como la mía.
Un abrazo confitado 😉
Anna, me gusta mucho tu relato. Está escrito con suma exquisitez, como suele pasar en tus relatos, y nos lleva a un final atroz que queda enmascarado en la belleza de la escena que describes. Mucha suerte, abrazos.
Muchas gracias, Bea, celebro haber conseguido ese efecto de contraste entre la belleza de lo que se describe y la historia que hay detrás.
Un abrazo virtual 😉