62. Motes
«La Endrina» era antropóloga, por más que su analfabetismo le hubiese impedido siempre conocer dicho concepto. Iniciada por su abuela, tenía en sus convecinos un excelente material de trabajo. Podía catalogar a cualquiera con solo mirarlo. Pero era escarbando en los nombres de cada árbol genealógico, motes exclusivamente, donde hallaba su mayor fuente de información. Apenas tenía que retroceder dos generaciones para enriquecer el apelativo particular con varios de índole familiar e incluso racial, si bien estos últimos, tras siglos de incesante mezcla, no solían ser demasiado acertados.
«La Endrina» vivía con «El Belfo», un viudo más cristiano que judío, aunque menos que moro y gitano, y de abuelos «Lechuzos» y «Escuerzos». Aquella tarde, sin embargo, fue ella quien abrió la puerta a aquel forastero. Había llegado al pueblo preguntando por un tal Francisco Castillo López, con quien había hecho el servicio militar, y alguien lo había enviado hasta ella. Conocedora exhaustiva del «registro civil», le bastó escuchar aquel nombre para asegurar categóricamente que no era del pueblo. Pero el desconocido siguió insistiendo hasta que finalmente, como último recurso, sacó una foto de ambos. La antropóloga casi se desmaya al ver aquel muchacho de tez morena y prominente labio inferior.
Así que a la experta en apodos se le había escapado la filiación íntima de su compañero. ¿O es que, este, se la había ocultado por alguna oscura razón? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que tu texto está muy bien redactado y que nos muestra una parte de esos saberes populares fruto del arraigo personal y al territorio más próximo. Enhorabuena y suerte. Saludos.
Muy buena lectura, Jesús. En efecto, he querido reflejar en la historia esa situación que tanto se da en lo pueblos, en los que es bastante habitual que el apodo tenga más uso que el propio nombre, o el nombre propio, :), si bien llevándola al extremo. Cabe perfectamente también esa posibilidad que apuntas de que el marido escondiera algo, pero no era esa mi intención.
Muchas gracias por todo y un abrazo
Los rasgos y características principales de una persona pueden quedar bastante bien definidos con un apelativo corto, sin embargo, una sola palabra o dos, por certeras que sean, no pueden encerrar toda la complejidad de un ser humano, forzosamente han de quedar flecos que se escapen a esos estrechos límites. Es muy curioso y original este personaje que has creado, un mujer que a partir del conocimiento exhaustivo de los sobrenombres no oficiales logra hacer un retrato de casi científico de cualquier individuo, pero que encuentra la horma de su zapato en su propio compañero, gracias a él aprende finalmente que ningún método es fiable al cien por cien, ni siquiera el suyo, probado durante generaciones.
Te lo he dicho muchas veces, pero no me cansaré de repetirlo. Es un placer leerte.
Un abrazo fuerte, Enrique. Suerte
Muy interesante tu meditación sobre los apelativos. Me ha hecho pensar en que tal vez los motes, dentro de esas limitaciones que apuntas, nos definan mucho mejor que los nombres, más apropiados estos últimos para la identificación convencional. Gran lectura también la tuya, Ángel. Efectivamente, la realidad ha puesto en evidencia algunas carencias del sistema de registro de la protagonista.
Muchas gracias por todo. El placer es mío cada vez que me topo con tus letras, ya sean comentarios o historias, y con tu amabilidad.
Un abrazo, amigo
Cuántas «antropólogas», como La Endrina de tu cuento, no nos encontraremos en cada pueblo de nuestra extensa geografía. Has elegido un tema que me encanta. Esto de los motes (aunque sea huérfana de pueblo), me llama mucho la atención.
Enhorabuena, Enrique, por cómo escribes, porque disfruto mucho leyendo tus trabajos.
Un abrazo.
Pues sí que debe de haberlas (y haberlos), y no tod@s por interés meramente científico. A mí también me gusta este tema de los motes, a veces puestos con buena intención y otras no tanto. Como me gusta que me leas y poder leerte, Rosy. Acabo de ver que tú también has publicado aquí. En cuanto pueda me paso a vistarte.
Muchas gracias por todo y un abrazo
Me ha llamado la atención lo de los abuelos «lechuzos» y «escuernos», no lo conocía y si es un invento tuyo, me parece muy original y relevante en el cuento que hoy nos ofreces.
Suerte y un saludo, Enrique
Perdón Enrique, leí mal , «escuernos», por escuerzos Eso me despistó.
Y ahora al reelerlo, recuerdo que esa expresión es empleada en Castilla, al igual que Lechuzos/as.
Me ha gustado mucho el personaje sabio de Endrina.
Saludos cordiales
Muchas gracias, María Jesús. A decir verdad, al principio utilicé para la historia unos motes provisionales que acabé cambiando por estos, tomados de la realidad, y de los que todavía no estoy muy contento. Aunque tampoco tiene demasiada importancia. Me alegro de que te haya gustado el personaje.
Saludos cordiales
Hay veces que los motes predominan sobre los nombres auténticos, nombres que se evaporan al no usarlos, que se olvidan y ya no pertenecen a la persona.
En cuantos pueblos oigo: fulanita la hija de la manteca… o, el raneta que su padre es el cuervo…
Tu protagonista no reconoce ni el nombre propio de su marido, solo al ver aquella foto de labios prominentes le vino a la mente: este es mi «Belfo».
Fantástico, original y siempre con tu buen hacer en las letras. Una gozada leerte en cualquier espacio.
Un beso grande Enrique.
Muchas gracias, María Belén. Como ves, este relato no va más allá de reflejar una situación que quizá se haya dado alguna vez, pues es bien cierto eso que dices de que, a fuerza de no usarlos, esos nombres «oficiales» pueden acabar siendo olvidados.
Entrañable, cálido, este comentario tuyo que agradezco mucho.
Otro beso fuerte para ti.
Creo que el mote es la antítesis al insulto, pues se rodea de camaradería y arraigo, casi siempre con la complicidad del aludido. Gran personaje el que has alumbrado, con la lucidez de un antropólogo pero que al final comprende una lección: el mote puede fagotizar al nombre y adueñarse de la identidad. Me ha gustado mucho, Enrique. Abrazos y mucha suerte.
Muchas gracias, Salvador. Es lo mas habitual, que el portador del mote asuma el hecho de manera desenfadada, sobre todo si este, como tú dices, tiene un fuerte arraigo familiar. Me alegra que te guste el personaje, como también que veas que la situación supondrá una lección para ella. Siendo tan inteligente estoy seguro de que a partir de ahora intentará enriquecer su archivo mental con más datos.
Un abrazo!
Nos muestras la realidad paralela de los motes, a menudo lastres del pasado que estigmatizan el presente de sus porteadores con plomizas miradas y sonrisas burlonas. Y lo haces deslizando veladamente una burla a la burla de los motes, manejando la ironía con maestría.
Me ha gustado mucho tu relato, Enrique, como me viene ocurriendo con todo lo que escribes.
Un abrazo.
Curiosamente tu visión del asunto varía algo con respecto a la anterior, de Salvador, en cuanto a la aceptación positiva o negativa que el portador del sobrenombre hace de él. Es de suponer que habrá de todo, y que esta actitud dependerá también de la intención, mala o buena, con que han sido rebautizados, si bien el posible enfado inicial pienso se irá diluyendo con el paso de las generaciones.
Muchas gracias por todo, Antonio.
Un abrazo!
El tema del apodo en los pueblos es algo muy familiar. Yo, en el de mi madre, tengo el mío como todos mis primos, tías… Es más, nuestro grupo de WhatsApp se llama como nuestro mote. Realmente hay algunos que provienen de un antepasado que destacó por algo; otros, por las profesiones que tuvieron sus tatarabuelos; y otros, porque no decirlo, por el carácter agrio del que lo lleva. Lo que sí me he dado cuenta es que todos están muy bien puestos, por lo general.
Me encanta que hayas escogido este tema tan habitual en los pueblos y hayas jugado para traernos una historia muy bien escruta, lo que no es sorpresa, y con esa pizca de humor tan característica que te acompaña en tu buen hacer.
Me encantó, Enrique «El Mochón».
Pablo «El Cefe».
Algún día te contaré el porqué en mi pueblo me llaman «Cefe».
Un abrazo.
Muchas gracias, Pablo. En mi pueblo nosotros somos los «Picos», aunque no estoy muy seguro del porqué. Junto a nuestra casa vivía una tía abuela mía, famosa en todo el pueblo por unos belenes enormes que ella sola hacía a base de maquetas y figuritas de escay rellenas de algodón, y a esta mujer le decían La Pica. Te cuento esto porque lo que antes era una vereda, a cuyo lado estaban nuestras casas, ahora es una calle, oficialmente llamada «Pica».
A ver si me entero del origen del mote. Mientras tanto espero que me cuentes el del tuyo, querido «Cefe».
Un abrazo, Pablo
Tu relato me ha acercado a la pequeña aldea de mis abuelos en la que todos se conocían y conocen por los motes. Me acuerdo de muchos de ellos, pero como le pasa a tu protagonista, no consigo ponerles sus verdaderos nombres, posiblemente que porque ni los conozca. Me ha gustado mucho cómo nos presentas a tu, no tan bien informada, antropóloga rural. Una narración estupenda, Enrique. Besicos.
Muchas gracias, Matri. Suele ocurrir que cuando se abunda mucho por un determinado camino van quedando lagunas a uno y otro lado, de ahí las carencias informativas del personaje.
Besicos para ti también.
Me resulta un relato bien logrado irónico y de final acertado.
Abrazos enredados en suerte.
Muchas gracias por tu generosa valoración y tus buenos deseos.
Un abrazo, María
Yo pienso que los motes, tan arraigados en los pueblos, comienzan, muchas veces, por intentar ofender a la persona y, con los años, es ésta la que acaba asumiéndolo y presumiendo de él. Es cierto, que, muchas veces, son más definitorios que los propios nombres de pila. Te felicito, Enrique, por tan buen relato.
Un abrazo.
Sin duda muchas veces ocurre lo que dices. Los motivos que inducen a ello pueden ser muy variados, algunos más legítimos que otros, y en cuanto al resultado también habría que decir que los hay con más y menos gracia.
Muchas gracias, María José. Un placer que te haya gustado mi relato.
Un abrazo.