147. Noches de perros
El perro no me deja dormir. Todas las noches me despierta. En cuanto me duermo comienza a ladrar. Lo hace sin parar, como se ladra a los desconocidos que merodean las casas ajenas, como se ladra a los miedosos y a los desconfiados. Nos fuimos a vivir al campo para estar tranquilos, para que nadie nos molestase, pero el maldito perro no me deja dormir, y los ladridos no cesan, se repiten una y otra vez, en medio de la noche, superponiéndose unos a otros, clavándose en mi cabeza como colmillos afilados, hasta que me despierto. Justo entonces se calla. Yo sé que solo espera a que me vuelva a dormir, porque cuando lo consigo se pone a ladrar de nuevo. A mi mujer y a mi hijo los ladridos no les molestan. Ellos están encantados con el perro, pero yo necesito dormir. Por eso, me he deshecho de él. Sin decirles nada, lo he metido en el coche y me lo he llevado lejos. Tan lejos que no podrán encontrarlo, tan lejos que nunca conseguirá volver. La tranquilidad apenas ha durado unas horas. Esta noche ha sido el llanto de mi hijo el que me ha despertado.
Hola, Ernesto.
A lo mejor le convendría al protagonista haber puesto en práctica la disimulatio o tolerancia: admitir un daño por no sufrir uno mayor. Unos buenos tapones de cera en los oídos y punto. No lo ha hecho así, y ahí están bien patentes las consecuencias. Buen texto. Felicidades. Y un abrazote.
Una solución demasiado drástica ha resultado ser peor que el mal al que se le quería poner remedio. Ahora pesará sobre su conciencia lo que le suceda al pobre animal, y tendrá que acabar comprando otro cánido a su hijo para que deje de llorar. En definitiva, está condenado a que sus noches sigan siendo de perros. Un buen título para un buen texto, lo inusual sería que fuera de otra forma tratándose de ti.
Un abrazo, Ernesto. Suerte