90. November rain
La lluvia, inusualmente contundente, empapaba personas, oraciones y la tierra del cementerio. Hubiera deseado llorar, pero solo era capaz de permitir que el agua, tantas veces ansiada, le traspasara ahora sin hacer nada por impedirlo.
En su cabeza se sucedían recuerdos y culpas: toda una vida con ella y tantas cosas que ahora ya era tarde para lamentar no haber dicho. Había asumido con mansedumbre la certeza de que aquel momento llegaría. La enfermedad lenta, el decaimiento progresivo, irreversible, la infinita ternura por ella que no sabía cómo expresar… Como él, su madre callaba. Si acaso, frecuentaba recuerdos de cincuenta años atrás: el pueblo lleno de gente, la ilusión con la que su padre y ella hicieron la casa en la que vivieron toda la vida, la niñez de Venancio… Era consciente de que se iba, y él lo supo con certeza una semana antes, cuando al terminar de comer se iba a levantar, y ella le agarró la mano, sin decir nada, con la mirada de quien asume su destino en paz, pero no oculta su dolor y su miedo.
El ataúd, al bajar, se fundió con la tierra en una metáfora marrón de soledad y añoranza.
Qué tristeza nos va empapando a medida que vamos leyendo, hasta acabar en ese ataúd marrón que parece disolverse como un siniestro azucarillo. Suerte, Santiago.
Gracias por tu comentario, Antonio. La tristeza y el final -o la tristeza por el final- son parte de la vida. La añoranza por aquel pueblo lleno de gente atrapa también a Venancio, testigo y partícipe de eso que hoy se ha dado en llamar la España vaciada. Es ese angustioso momento en que a la garganta acuden en tropel sentimientos nunca expresados, cetezas y miedos. Y duele. Físicamente incluso. Ya vendrán días mejores. Saludos, Antonio.
Precioso y triste relato Santiago. Suerte! Silvia
Muchas gracias, Silvia. Me alegro de que, a pesar de la amargura que destila, te haya gustado. Hay una puerta abierta a no guardarnos sentimientos para cuando ya es demasiado tarde