07. Nunca dejes la puerta abierta
Juraría que he visto pasar una sombra de animal en dirección a la escalera. Pero, al salir de la cocina, la criatura aún sigue ahí; acechando en el pasillo. Un perro desconocido, de pelaje encrespado y negro, me observa desde la oscuridad. Ha debido de colarse en casa cuando he salido a tender al jardín. No ladra. No gruñe. Solo parece esperar mis movimientos.
Con el pulso golpeando en mi sien, y el incesante temblor de mis manos, alcanzo el paraguas que cuelga del perchero y me enfrento a él. Un inesperado chasquido activa el dispositivo y, como un fogonazo, mi arma se abre de golpe. Mientras el pánico se apodera de mí, la bestia escapa hacia la puerta. De un empujón, la cierro.
El ruido ha despertado a Miguel.
Lo encuentro temblando sobre el colchón y lo abrazo para calmar su respiración agitada. Ha mojado las sábanas.
―Mamá, hay un monstruo bajo mi cama ―lloriquea.
―No hay nadie ahí, cariño ―contesto mientras siento la sangre congelarse en mis venas.
El perro aúlla en el porche.
Solo deseo que no esté esperando a su amo.
Los monstruos de los niños son imaginarios. A veces, los de los adultos, también, pero no por ello resultan menos terribles, sino al contrario. La angustia infantil del pequeño hace pensar que tal vez también la bestia a la que se ha enfrentado la madre no sea real, o tal vez al contrario, que los dos existan.
Esta dicotomía produce inquietud y convierte el relato en verdaderamente terrorífico, a partir de una situación y unos hechos posibles.
Un abrazo y suerte, María