88. Nunca fuimos ángeles
La tristeza se le derramaba por la mirada, sus ojos no estaban acuosos sino secos como el esparto de una antigua mecedora. Así era Jacinto, tenía fiebre con treinta y cinco grados. Su pulso, ni rápido ni lento, venía a ser extraño.
Que me llamara para desahogarse ya me resultó enigmático, pero evidentemente acudí como un rayo en el refajo. Al amigo, al que puedes llamar todavía camarada a esta edad, no se le hace un feo que pueda ser irrecuperable.
Transitaba en un abandono, una soledad no esperada, una trampa del destino. Lo entendí todo, podía componer todos los entresijos sin esfuerzo. Si alguno era la uña, el otro era la carne.
Me alcé y lo levanté también a él. Lo estreché entre mis brazos como jamás lo había hecho y él respondió con la misma intensidad.
Era lo que debía hacer y lo hice. Solo en un abrazo así puedes saber si tu dolor es mayor o menor que el del otro; los átomos chocan, se esquivan, bailan alrededor y puedes sentir, junto a la empatía cariñosa, un consuelo interior deleznable.
No sé si consuela no ser el que está peor, pero sí hace pensar en que podríamos ser nosotros y algún día nos llegará lo mismo, pero no será ese día, lo cual alivia.
Un abrazo y suerte, Javier
Javier, has contado una historia de tristeza y decrepitud pero vestida de tal manera que resulta tremendamente poética.
Un abrazo y suerte.
Gracias, Ángel.
Nos vemos pronto.
Abrazotes
Gracias, Rosalía. Me alegra ese punto que le ves.
Abrazos
Me gusta mucho, Javier. Esto de escribir es lo que se cuenta, y en tu caso, cómo lo cuentas. La tristeza compartida durante cuatro párrafos, la amistad, la empatía y la generosidad. Hasta que desenlazas en las últimas cuatro palabras que meten tu texto en el tema de la convocatoria. Escondido hasta el mismísimo final. Ese «consuelo interior deleznable» donde se apoya todo. Te felicito. Mucha suerte y abrazo.
Gracias, Domingo. Tal como lo comentas era la intención. Me alegra lo hayas visto.
Abeazos.