93. Padre, perdónales…
En el interior del sótano, la mujer atada al potro apenas respiraba ya. A un gesto del hombre vestido de negro, el verdugo giró nuevamente la manivela. El sonido del crujido del hueso al quebrar se confundió con el del último gemido.
El inquisidor, alzando los ojos hacia el cielo, rezó una última plegaria por el alma -si la hubiese tenido- de la pecadora que había muerto antes de confesar su herejía.
Como tantas otras veces, dio gracias a Dios por encomendarle la misión de proteger la fe de los monstruos que -como aquélla- pretendían socavar su integridad.
Hablando de monstruos, esta parte de la historia está repletita. Me ha gustado mucho cuando le da gracias a Dios, casi me da pena… no hacerle lo mismo a él.
Un abrazo fuertote
aurora, muestras la rutina de un trabajo tan horrible con habilidad y ritmo. Suerte y saludos
Qué duro! ¡mucha suerte para ti, Auro!
Está claro quién es el monstruo, y encima, se cree tocado por la divinidad. Fanatismos de ayer y de hoy.
Un saludo y suerte
Castigando a las monstruos, el verdadero monstruo. Muy buen relato.
Muy propio de los personajes como tu protagonista lo de creerse jueces cargados de razón e ir ajusticiando a los demás. Me ha gustado como lo has conectado con la Inquisición. Una verdadera majadería (otra más) de la que avergonzarse en nuestra historia como sociedad. Mucha suerte 🙂