91. Punta de pincel
Ya estaba enjuto de carnes y con articulaciones crepitantes, por eso al alba ya ascendía la pequeña colina para estar dispuesto ante la luz deseada. Aunque exhausto y con su viejo corazón acelerado, lo consiguió. Y fue tras darse un inevitable descanso cuando buscó el ángulo idóneo donde colocar el caballete y el lienzo.
Ante él se encontraba la montaña rocosa que en su descenso daba paso a un bosque abrupto de coníferas que acababa por besar el musical arroyo. Pasado este se extendía el manto de la pradera que se desplazaba hasta él plagada de una pléyade de flores de variopintos colores.
Preparó la paleta y los pinceles, como un rito amable y minucioso, hasta que decidió que era el momento. Tras la primera pincelada comenzaba el instante mágico en que el blanco deja de serlo. Le sucedieron muchas otras durante las horas que su mirada se alejaba y se acercaba.
Fue llegado el momento, tras el último trazo, cuando contempló de nuevo el autorretrato de un triste y decrepito pintor en blanco y negro. Y levantando la vista, para observar el paisaje, salpicó de rojo su última obra.